Café con Marga

Te invito a acompañarme durante la hora del café de la mañana, acá en mi cueva, con la plena vista al mundo, al irresistible más allá. Propongo venir con historias de antes y de ahora, confesiones, críticas y ensayos, de día frente a mi espejo y con recuerdos borrosos de noches veladas.

Ítaca

Han sido más de seis meses desde que estuve afuera, en el mundo, lejos de mi colina. Ningún mensaje más largo salió de mis dedos que unas frasecitas con unas pocas imágenes en WhatsApp para mantener algo de contacto con la base en Samaipata. Lo hice solo cuando me aparecieron las caras de las más antiguas empleadas, afanando en la finca, mientras yo quisiera tenerlas a mi lado para compartir un momento de asombro. O cuando tuve que pensar en el administrador, siempre atornillado a la computadora, manteniendo nuestro hogar a flote. Las veces que exclamaba justo su nombre, siempre en los momentos que me sentía invadida por el deleite de estar en la presencia de lo sublime. O cuando recibíamos mensajes como: “¿Dónde se encuentran esos viajeros?”. Raras veces llamábamos a las personas claves para nosotros en Samaipata, curiosos por saber cómo les iría a quienes se quedaron atrás en su vida diaria.

De retorno, algunos me saludan con la frase: “¿Y, has disfrutado de tu viaje?”. “¡Sí!”, respondo. Otros me preguntan: “¿Cómo fue el viaje?”. En primera instancia -siempre me pasa- interpreto esa pregunta como un interés serio, una curiosidad que espera una respuesta inmediata. Mi inclinación espontánea es recolectar las palabras para describir todo el enorme bulto de experiencias. Me quedo muda: no logro encontrar las palabras que hagan justicia a la riqueza acumulada de esa peregrinación en ese mismo instante. Luego me doy cuenta de que nadie lo espera tampoco. Ya aprendí, chica buena, a limitarme a contar la secuencia de lugares visitados, como si significaran un dato importante.

Pero no puedo simplemente ‘proceder con el orden del día’. Esa multitud de imágenes de otros mundos en mi cabeza busca un escape. Si no, me sentiría como una isla, yo gritando desde allí para ser escuchada, mientras las palabras se hunden en el océano antes de llegar a la otra costa. Tampoco estoy convencida de que entiendo bien lo que dicen las personas cuando me aseguran que no les gusta viajar, que no entienden el porqué de tantos esfuerzos y de gastarse todos los ahorros al dejar la casa sola. Trataré de construir un puente en este Café con Marga, después de tantos meses de ausencia.

En mi librito de anotaciones encuentro el texto: “Caminar, caminar, caminar: abrazamos todo, nos rendimos, somos invisibles, un par de viejos, esponjas. Siento un orgullo en mi cuerpo y mente de mujer de 76 años. Al mismo tiempo, soy consciente de que me muevo al borde de su elasticidad. Es, por cierto, un reto audaz, esta aventura. Bien podría ser la última.”

El mundo del viajero de antes ya no existe; ahora todo lo que se necesita para viajar se hace en línea. Cada vez tuvimos que vencer los nervios y tratar de entender otra novedad digital inventada para conseguir boletos, reservas, hospedaje -preferiblemente apartamentos con cocina-, planos, mapas, itinerarios, eventos, entradas de museos, números de teléfono, direcciones, horarios, supermercados y restaurantes. Esto era, a menudo, una cuestión de prueba y error.

Nos desplazamos solo en transporte público: primero en avión a Miami y dos semanas en barco, cruzando el océano Atlántico, hasta poner el pie en tierra en Barcelona; luego en tren, bus, ferry y, a veces, en taxi, con una maleta mediana cada uno para llegar a la estación. Por lo demás, hacemos todo a pie. En Europa, los autos se retiraron a la periferia. Los peatones son los reyes de las ciudades, dotadas de amplias aceras y calles enteras liberadas del tráfico.

Atravesando las calles, hacemos largos kilómetros hasta penetrar en el latido de cada lugar. Sentimos una necesidad urgente de caminar y tocar la tierra con los pies. Calle tras calle, las casas -cada una diferente, pegadas entre sí, no amuralladas, accesibles, casi seres vivos- nos acompañan en nuestra exploración. Las casas están bien pintadas, con macetas colgantes y coloridas; se pasa por galerías de arte, siempre con un buen café en la próxima esquina; hay boutiques exquisitas, librerías grandes y pequeñas especializadas en libros peculiares; y nos topamos con parques infantiles, con familias jugando al lado de monumentos históricos hermosamente preservados.

Vislumbramos tesoros que cuentan historias de hace centenares de años, aún tan presentes en estas casas, en las iglesias, los catedrales, los museos, los conventos, los palacios y castillos; en los edificios mudéjares -que nos recuerdan los ocho siglos vividos como musulmanes antes de la Reconquista católica-, restaurados en su antiguo esplendor junto a milagros arquitectónicos modernos, y todo eso en una sola ciudad. Entre ciudades, disfrutamos de la gran variedad de paisajes desde la ventana del tren. Y luego la próxima ciudad, y la siguiente, y la que nos toca cruzar después en nuestra ruta sin guion. Somos insaciables.

Nos damos cuenta de que la pura riqueza es ahora la normalidad. Hace cincuenta años visité este país por primera vez. Era pobre, había una dictadura y su gente emigra para buscar un futuro mejor. Las fisuras en el orden democrático de hoy nos muestran que no todos pueden adaptarse al ritmo frenético. Vemos drogadictos durante las noches, mujeres enloquecidas despojadas de su ropa por las mañanas, y jóvenes que gritan: “Afuera los turistas! Nos quitan nuestras casas: son tan caras y escasas que no tenemos dónde empezar nuestra vida independiente”. La hospitalidad es pura empresa y está completamente profesionalizada. Mientras tanto, los libros del filósofo Byung-Chul Han -surcoreano/alemán-, famoso por La sociedad del cansancio, son bestsellers. Pero dudo que sus análisis logren detener el tsunami de este ‘progreso’ omnipresente.

El Camino a Santiago de Compostela

Sin embargo, no puedo dejar de mencionar las innumerables veces en que vivimos encuentros memorables, por ejemplo, con los peregrinos caminantes de todo el mundo cuando cruzamos, aquí y allá, el largo Camino a Santiago de Compostela; con el viajero chino que trabajaba un tiempo en el restaurante de ramen en Bilbao -hablando con orgullo de su ciudad ultramoderna en China-; con las señoras limpiadoras de los apartamentos -ucranianas refugiadas-; con la viejita hermosa, de trenzas blancas y ojos marinos, cuando no pude resistir volver a su mesita, para admirar su belleza de nuevo y decidí comprarle el collar de conchas finas en el mercado vintage; con la mujer que nos vende el pan diario en la panadería de la esquina, desilusionada con la iglesia católica: “Luego del escándalo de los sacerdotes pedófilos, las iglesias se vaciaron; solamente los hipócritas aún van a misa”; con la peluquera que me corta el cabello, lo poco que me queda, al último estilo europeo, super corto y modelado con cera; y con las exuberantes mujeres de más de cincuenta -coqueteando con mi encantador compañero- en medio de la multitud, todos empaquetados juntos para disfrutar del concierto al aire libre en la enorme plaza de Zaragoza.

Me recuerdo de tantos más: la guapa, pero muy nerviosa, pasajera brasileña que fue ‘abrazada’ por un perro antidrogas muy convincente al llegar al control policial en el puerto irlandes - aun siento su mano, que se aferró a la mía como la de un náufrago antes del ahogo-; la bibliotecaria que nos dio permiso para tocar el piano durante la estadía en aquella ciudad del sur; el guía, vestido como un verdadero historiador, en el Museo de la Muerte, que supo contar en múltiples colores los rituales alrededor de la muerte desde la Edad Media; los porteros ancianos en un típico bar, a las cinco de la tarde, empezando a ingerir su primera cerveza Guinness negra, antes del anochecer; la madre viejita y la hija, ambas maestras, hablando de la literatura, de la lengua gaélica, de la vida y de Bolivia, que nos marcaron las canciones folclóricas más hermosas en el libro de música para piano y canto, los cuatro sentados frente a frente a una mesita en el tren de la costa oeste, cruzando por todo el país hacia el este, donde nos abrazamos cariñosamente al despedirnos en la plataforma.

Biblioteca Trinity College, Dúblin, Irlanda

Y allí, en Dublín por fin, un sueño de muchos años se hizo realidad: al entrar en la biblioteca universitaria de Trinity College, su magia sublime me cautivó con tanto vigor que ni me dí cuenta de la gran masa de otros visitantes a mi alrededor. Estuve solita allí, extasiada, hasta que volví a encontrarme con él, cuando sentí que me tomó del brazo, guiándome suavemente al bajar las gradas hacia la Tesorería. Fue en ese lugar, en medio de la penumbra, donde vislumbramos el Book of Kells. Es el libro más antiguo (800 d. C.) de Europa occidental, compuesto por 340 folios de piel de ternero y 680 páginas descritas, creado por diligentes monjes artistas. Contiene los cuatro Evangelios del Nuevo Testamento e ilustraciones coloridas de una hermosura tan intrigante, que el venerado escritor James Joyce opinó: “Es la cosa más pura irlandesa que tenemos, y mi libro Ulises la refleja en todas sus páginas.” Me gustaría vivir un año en Dublín para leer ‘Ulises’ y poder descubrir aquella semejanza.

Detalle Book of Kells

Y cada noche nos acostamos maravillados y satisfechos por nuestro logro de haber cumplido y realizado otro día enriquecedor. A pesar de que el viaje en tren era largo, cansador porque perdimos el camino para llegar al lago, nos estresamos buscando el apartamento nuevo, en el laberinto de callejones antiguos, con las maletas en la mano, y del reto de entrar allí a solas con un código digital recibido en linea.

Tres meses duró esa fiebre de llenarnos con otras atmósferas, en las que parecíamos experimentar las vibraciones de todo el mundo a través de todos los sentidos. De los siguientes meses de ausencia - cuando vivimos más que tres meses en mi ciudad de nacimiento, Utrecht- les hablaré en el próximo café.

Y ahora, ya de vuelta y contenta nuevamente en mi casa propia, mi hogar, busco todavía aclarar a quienes se quedaron y a quienes nunca desearían emprender un viaje tan largo, de donde, cada tanto tiempo, nos llega la irresistible necesidad de marcharnos. Encontré una respuesta sorprendente y, creo, adecuada.

Todavía de viaje, me ocurrió que me perdí en línea mientras buscaba los cines que ofrecieran la película La Odisea: El Retorno (2024), de Uberto Pasolini, con Ralph Fiennes y Juliette Binoche, dos de mis actores favoritos. La película trata del retorno, después de veinte años de ausencia, del héroe Odiseo a su casa, la isla de Ítaca, descrito por Homero en su libro La Odisea (600 a. C.). Se trata justamente de la parte que más me impactó por su violencia y por la sutileza con la que describió los reencuentros con sus queridos al leerla durante las clases de griego clásico en el colegio. Sin embargo, no fue difundida en ningún cine en los lugares donde estábamos. Pero sí, me encontré con este poema del griego Konstantínos Kaváfis (1911):

Este poema me ofrece una visión inesperada y un cierto consuelo aún. Me hace entender que es Samaipata misma la que me insta a salir de aquí. Y que son justamente las personas que se quedan quienes me empujan a emprender estos largos viajes. Porque, con el paso del tiempo, lo único que aún puede llenarme de energía es la naturaleza misma, y, al parecer, ya no me es suficiente. El resto empieza a hacerme sentir vacía, irritada e impaciente: señales de malnutrición espiritual y sensorial. Así que viajar me salva de convertirme en una persona a menudo desesperada y gruñona por la falta de nuevas memorias y perspectivas, las cuales ahora me desbordan cada rato.

Sin embargo, también es gracias a la misma Samaipata de siempre y a quienes se quedaron que puedo recoger el hilo de nuevo y participar en la fabricación de este tejido que ellos, día a día, siguen elaborando.

El deslizamiento del cerro de Achira después de la noche del diluvio (del 16 al 17 de noviembre de 2025) me trajo definitivamente a casa. Las llegadas de los helicópteros de los nuevos líderes del país y la enorme respuesta de apoyo de la comunidad, me conmueven tanto que sé que este es mi hogar. Y sé que todos en esta zona deben sentir la misma inquietud de anticipación cuando vemos que el horizonte se llena con una nube negra inmensa y escuchamos los truenos siniestros, que suenan como un salvaje dragon volador enfurecido, y que amenazan dejarnos sin techo, luz ni agua, temiendo que las rocas arriba en la colina puedan soltarse por las vibraciones de los truenos y por la tierra, ya repleta de agua por tanta lluvia.

Entre el 8 de noviembre y el 8 de diciembre de 2025.

https://es.wikipedia.org/wiki/El_secreto_del_libro_de_Kells : Está en You Tube

Biblioteca del Trinity College - Wikipedia, la enciclopedia libre